lunes, 1 de abril de 2013

Caja



 
Max Aub



Tenía indudablemente ojos de pez, tan redonditos y asustados, además ¿quién no hubiese seguido inmediatamente la sugerencia al verla encerrada en aquel acuarium de cristal?

Peces, pececitos de colores, tornad a mi imaginación, engrandeceos con los recuerdos de mi niñedades, dad vueltas seguros de vuestro viaje y pasad magníficamente indiferente frente al asombro redondo –globitos rojos y azules– del niño que yo fui, frente al acuarium, allá, en aquella gruta, tan húmeda y misteriosa, que necesitaba de la proximidad de una falda para no tropezar y caer en espantosos abismos.

Alargaba los brazos con esa misma languidez de las anguilas y su cabello espejaba en el recuerdo las algas que danzaban tan bien como las serpentinas que arábamos, en la cercanía del ventilador, mucho  más tarde. Y debía de ser tan diferente la atmósfera allí dentro: aire rarificado, extraños presentimientos, y ella tan dulce, tan poca cosa, y la incurable melancolía del león del parque zoológico, que parecía flotar resignada y si pretendía usted, al entregar el talón, tocarle la mano, rehuía el contacto como las medusas un objeto extraño. Os devolvía el dinero de manera que no parecía tocarle, era vanamente imposible esperar al recoger la vuelta rozar sus desmayadas manos.

En la tienda se entretejían los compradores La señora elegante –ay elegancia de mi ciudad– dejaba cuidadosa, apoyado en el mostrador, su paraguas que, invariablemente, se deslizaba y caía produciendo con su acorde mate un agujero de curiosidad por el cual se deslizaba el humorismo de los parroquianos, el dependiente presuroso adelantaba el busto sobre el mostrador y se echaba a nadar en el vacío sin lograr alcanzar, él ya lo sabía, la prenda caída.

Tras ellos se alzaban las columnas barrocas de los tejidos e iban y venían llevándolos en alto dependientes y aprendices como bandejas de pasteles, camareros de los colores. Y aquél desplegaba ante los impertinentes de una señora metros y metros de sedas, enseñándolas como si fuese presentando paisajes: éste me gusta y éste no.

Salido el amo, lo era él. Y no podía engañar ni su cuello a la última moda, ni su corbata que pasaba a todo el mundo por las narices, ni su bigote cuidadosamente recortado y sobre todo su pelo, y sobre todo su sonrisa –secretos, secretos, cosmético y paciencia–. Había que verle, efectuada una venta, lanzar su brazo al aire abriendo su mano como un paracaídas, indicar la caja con un aire tal de propietario y triunfo que todos mirábamos un poco asombrados hasta que al ver la sonrisa triste, cohibida y resignada de la cajera salíamos del comercio con un satisfactorio «¡Ah, vamos!», muestra complaciente de nuestra comprensión.

Conseguí que viniera un domingo por la tarde a merendar conmigo, aprovechando una de las oportunidades escasas en que el empleado tuvo que acompañar al jefe en un corto viaje de negocios.

(¡Ay, por qué no seré uno de esos maravillosos novelistas que florecieron treinta años ha ara contaros con todas minucias, las obscenas sobre todo, la historia de esta insignificante muchachita, veríais cómo la vendió su madre –¡santa indignación!– al antenombrado y digno empleado contra promesa solemne de eterno empleo de cajera y «quién sabe si de algo más, si el día menos pensado me establezco»!)

Merendamos sin alegría –esa alegría que desaparece cuando al ir con una mujer a la cual aún inconscientemente se desea llegamos a saber que es posesa de otro–. Hablé, ella, pobrecita, qué iba a decir con sus ojitos de pez, y al despedirnos musitó: «¿Me permite que le dé un beso?», como recobrara un sentido de la vida que me había hacía horas abandonado y ella me humedeciera las mejillas, le cogí la cabeza y le planté decidido un beso fuerte en la boca; siempre recordaré la impresión angustiosa de esos labios fríos, viscosos y anhelantes. ¡Sí que era aljófar lo que asomaba en sus tristes ojitos de pez!

Pudo una vez venir a cenar conmigo; sólo comió pescado –no estaba alegre, no– y hubieseis debido ver cómo chupaba las ostras –verdes, blancas, negras y cómo brillaban– y cómo descaparazonaba los langostinos y cómo latían furtivos su cola entre sus labios, y qué delicadamente envolvía en el armiño de la salsa la rosada turgencia de las truchas, y cómo bailaban a su alrededor las lubinas, los congrios, las merluzas, las aristocráticas sardinas, plata y azul, y un sinfín de pescados para mí desconocidos, aplastados, cortos, largos, blancos, grises, rojos, negros que, si fuese uno de esos anteañorados novelistas cogiera un diccionario y os asombrara con m saber de marinero.

Llegó, como llegan los frutos, el blanco verano y el digno dependiente de mercader llevó su cajera al mar –cajoncitos del corazón– ¡cómo corría aquel año la playa por la orilla del mar y cómo saltaba encima de los roquedos para continuar bordando firme hasta aquel recoveco, que era el fin del mundo!

¡Cómo la sacudió el mar! Y cómo se sintió suya. Ya no oía cómo gritaba la sombrilla de sy madre, ni los velludos brazos del galán, cómo moría la tierra, conchita de la mar, y cómo se diseminaba el pecho por las aguas todas, ¡y nadaba, sí, nadaba sin saber!

Sirena de la caja, ya no tomarás resignada los dineros, que te fuiste con tus hermanas a bailarle el coro al viejo dios del mar. Cómo bailaba loca, nuevecita tu cola y cómo te revolvías ligera sin saber todavía la alegría de tu vida nueva, sirenita de la mar.

Max Aub, 1926



Max Aub (1903 - 1972) es un escritor muy especial por los cruces que existen en su biografía y en su obra. Nació en Francia, pero se sintió español toda su vida. Tanto así, que cuando cruzó la frontera hacia el país galo para escapar de la Guerra Civil, rehusó a ser tratado como francés, lo que le significaba entrar inmediatamente al territorio, y se quedó en los campos de refugiados con sus “compatriotas”.

“Caja” es un cuento difícil de encontrar, ya que fue publicado en la revista española Alfar en 1926 y después olvidado, a excepción de algunas antologías. Por lo mismo, para que no se olvide, lo publicamos hoy en el blog. Esta versión del cuento está recogida de Escribir lo que imagino, de la Editorial Alba (1997), pp. 37-40.

Fotografía de Max Aub: www.biografiasyvidas.com

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